Andres L. Mateo
Leonel Fernández esculpió una
imagen de sí mismo que se atiborraba de signos, y proponía su efigie como esa
fuerza inaguantable orgullosamente trasladada al estado de tipo: era un León.
Un León rugiente, eufórico, habitante de las regiones de una humanidad
superior. Sus partidarios no tenían ni siquiera una palabra para nombrarlo, en
su desamparo, recurrían al rugido del León. “¡Ruge, Ruge, Ruge el León”, gritaban
a pleno pulmón anticipando la vanidad sublime de un líder invencible. Ninguna
de las debilidades de un ser humano le acompañaba. Sus dominios estaban en el
aire, y humeaba abajo sin demasiadas esperanzas.
Cuando solía bajar a la tierra
regresaba convertido en León, con los arrebatos de su Majestad y su orgullo por
la invencibilidad de su empresa. Pero el poder es siempre el mismo sueño
perseguido que vuelve y se pierde. Apenas alejado del dominio del aparato del
Estado, los rugidos del León comenzaron a transformarse en maullidos de gatos,
y lo que va quedando es un reguero de Judas esparcidos en el camino.
El verdadero León está surgiendo
ahora.
Danilo Medina no es un dechado de
sabiduría, es un hombre instrumental, del aparato. Su inteligencia es operativa,
de mangas cortas. Si fuéramos a hacer una comparación con un escenario
histórico conocido se podría afirmar que él es el Stalin del modelo de gobierno
peledeísta vigente, mientras Leonel Fernández se creía el Lenín. Siempre son
las “formas” las que revelan el talante del líder, y el antiguo León había
fundado su derecho a vivir en ese respeto de primogenitura que le otorgaba el
hecho de haber sido el primer presidente de la República proveniente del PLD;
el gran líder. Mas no fue así. Pieza por pieza, Danilo Medina comenzó a
desmontarlo.
Lo denunció con ímpetus
nacionalistas por el contrato de la Barrick Gold, lo cercó con la metáfora del
maletín lleno de facturas, usó sin piedad el presupuesto público para
derrotarlo en las convenciones del partido al Comité central y al Comité
político, llevó a los tribunales para asustarlo a figuras muy cercanas a la
gestión de gobierno, modificó la constitución leonelista para imponer la
reelección comprando a moros y troyanos con dinero público, trajo a Quirino,
dispersó el bloque de senadores leonelistas, compró a la “oposición”,
desarticuló con la fuerza del poder todo aliento a consolidar dentro del PLD
una fuerza que se le opusiera; y finalmente, humilló al “gran líder”
obligándolo a levantarle la mano, en un acto de “proclamación” que era más bien
un traspaso de garras. Leonel no es capaz de legarnos sus endebles
confidencias, su efigie de León era falsa; pero es seguro que mientras
levantaba la mano de Danilo oía estentóreas las voces de sus partidarios corear:
“Ruge, Ruge, Ruge el León”. Apuraba el más amargo trago de la traición.
En nuestro país hay un dominio
personalista que anula la idea de que el Estado sea una relación social
compleja, lo que impide un marco racional de todas las ejecutorias públicas. Lo
que Danilo le está haciendo a Leonel es lo mismo que Leonel le hizo a Danilo. Y
eso sucede porque en el país no hay una sola institución que sirva, un solo
signo al que la idea de un Estado funcional ampare, tanto en el orden práctico
como en el moral.
Es con el dinero público que Danilo
Medina está fabricando la ilusión del consenso, con el dinero público
desguañangó a Leonel Fernández, y con el dinero público falsifica la idea de la
democracia. Es con el dinero público que pega el hocico a los cristales de la
divinidad, y dice arrobado que “fue Dios quien lo puso en la reelección”,
mientras se ha gastado más de ocho mil ochocientos millones en publicidad de su
persona. Lo de poner a Dios como portaestandarte de su ambición desmedida, es
una verdad circular que todos nuestros ridículos tiranos han repetido. Porque
lo que rige, como si fuera una fatalidad histórica, es la concepción
patrimonial del Estado, y su hermana gemela, la corrupción; haciendo pequeños
dioses de hombres y mujeres que nos dejan a menudo insatisfechos.
¿…Y quién es el León, entonces?
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