Por Patricia Arache
Corría el año
1976, cuando a los 15 años de edad y a punto de concluir el bachillerato, o sea
el período preuniversitario, obtuve mi primer título, el que estaba llamado a
colocarme en forma digna y decente en el mercado productivo y laboral.
Mi titulación, “Secretaria
Auxiliar”, era en ese momento una de las especialidades más deseadas por las
familias que, como la mía, pertenecían en términos económicos a una de las
capas bajas de la sociedad. Era como si hubiese alcanzado una maestría o un
doctorado.
En ese proceso
de formación, en el Colegio San Pablo, propiedad de la familia Jarvis, íconos de
los ensanches Luperón y Espaillat, en la zona norte del Distrito Nacional,
consolidé conocimientos sobre gramática y literatura, aprendí archivo, contabilidad,
mecanografía y taquigrafía que, aún sin haber necesitado aplicar algunas de
ellas en la vida, no he olvidado todavía.
Con mi diploma
colgado en la robusta pared de la sala de mi casa, pero imaginariamente con él
en la frente, mi madre y mi abuela, dignas y consagradas mujeres dedicadas a
quehaceres domésticos, comenzaron a conversar con personas del mundo laboral,
parientes, amigos y allegados, a quienes contaban la hazaña de la segunda de
sus tres herederos, para que fuera tomada en cuenta si requerían sus servicios
profesionales.
Pasaron varios
meses, pero llegó el momento. Un domingo cualquiera, uno de mis tíos, primo de
mi madre, que fue hija única, visitaba a mi abuela, una de las preferidas del
conglomerado familiar, porque ella no era cherchosa, no. Ella era la
personificación misma de la chercha.
Tan pronto el
tío ingresó a la sala, mi abuela le mostró el diploma que me habilitaba para el
trabajo y, de inmediato, él, abogado de una firma y funcionario en una
institución bancaria, que además siempre resaltó mi disciplina, me pidió llevar
el currículum lo más pronto posible a la entidad en la que prestaba servicios.
“Sobrina, ve temprano
y procúrame, para que te evalúen”, me repitió antes de abordar su vehículo. No
dormí esa noche. A las 7 de la mañana del día siguiente, estaba yo tomando un
“concho” (carro público) para ir a la avenida Independencia, por el Centro de
los Héroes, misma zona a la que inexplicablemente seguimos identificando como
“la Feria”.
A los 16 años no
es mucho el conocimiento que se tiene sobre protocolo y menos sobre vestuario para
entrevista de trabajo. La recién graduada de secretaria auxiliar, sólo era una
estudiante del liceo Juan Pablo Duarte, cuyo ropero no pasaba de jean, tenis, uniformes escolares y unos zapatos de gamuza, que
usaba todos los días, excepto cuando me tocaba deportes.
Mi hermana, modelo
de la prestigiosa academia Hilda Kelly, vivía en Venezuela y se encargaba de enviarme
y traerme cuánta ropa, accesorios y fragancias estuvieran de moda, aunque yo no
le daba gran uso. Mi espectro social era sumamente reducido.
Sin orientación
de nadie y con la ilusión de impresionar, tomé la ropa que suponía más
impactante: un conjunto de falda y blusa, a medio hombro, unas zapatillas de
tiros, con tacones, que yo no sabía usar y una cartera de brillo que, sumado a
un maquillaje que yo misma me embadurné y un perfume explosivo, me convertía en
toda una celebridad, desde mi entonces infantil juicio.
Daba pasos
inseguros, zancadas de canguro y todos me miraban. Yo seguía, en zigzag, sin
perturbarme con las escrutadoras miradas. Total, no sabía de qué se trataba.
Años después, pude
entenderlo todo: Nunca más volví a ver a mi tío en casa. Fue para él un duro
golpe. A su lugar de trabajo llegaba en la mañana de un lunes, una niña de 16
años que recorrió la zona llamada también “la bolita del mundo”, con un
vestuario estrafalario para oficina o empresa, los ojos rojos y desorbitados
por la ansiedad y el insomnio que, inconscientemente, se disponía a arruinar su
reputación: “Buenos días. Busco a fulano de tal… ¡Tan!”.
Me faltó asesoría,
orientación y conocimiento, pero haberme iniciado temprano en el mundo laboral,
como archivista, me reconforta. Estimulo la vinculación de los jóvenes con la
formación y la práctica y asumo, como si fuera mío, el lema del Instituto
Nacional de Formación Técnico Profesional (INFOTEP): “Capacitar es progresar”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Esperamos que su comentario contribuya al desarrollo de los gobiernos locales .