domingo, 19 de marzo de 2023

No es un cuento

Por Patricia Arache

 

Corría el año 1976, cuando a los 15 años de edad y a punto de concluir el bachillerato, o sea el período preuniversitario, obtuve mi primer título, el que estaba llamado a colocarme en forma digna y decente en el mercado productivo y laboral.

 

Mi titulación, “Secretaria Auxiliar”, era en ese momento una de las especialidades más deseadas por las familias que, como la mía, pertenecían en términos económicos a una de las capas bajas de la sociedad. Era como si hubiese alcanzado una maestría o un doctorado.

 

En ese proceso de formación, en el Colegio San Pablo, propiedad de la familia Jarvis, íconos de los ensanches Luperón y Espaillat, en la zona norte del Distrito Nacional, consolidé conocimientos sobre gramática y literatura, aprendí archivo, contabilidad, mecanografía y taquigrafía que, aún sin haber necesitado aplicar algunas de ellas en la vida, no he olvidado todavía.

 

Con mi diploma colgado en la robusta pared de la sala de mi casa, pero imaginariamente con él en la frente, mi madre y mi abuela, dignas y consagradas mujeres dedicadas a quehaceres domésticos, comenzaron a conversar con personas del mundo laboral, parientes, amigos y allegados, a quienes contaban la hazaña de la segunda de sus tres herederos, para que fuera tomada en cuenta si requerían sus servicios profesionales.

 

Pasaron varios meses, pero llegó el momento. Un domingo cualquiera, uno de mis tíos, primo de mi madre, que fue hija única, visitaba a mi abuela, una de las preferidas del conglomerado familiar, porque ella no era cherchosa, no. Ella era la personificación misma de la chercha.

 

Tan pronto el tío ingresó a la sala, mi abuela le mostró el diploma que me habilitaba para el trabajo y, de inmediato, él, abogado de una firma y funcionario en una institución bancaria, que además siempre resaltó mi disciplina, me pidió llevar el currículum lo más pronto posible a la entidad en la que prestaba servicios.

 

“Sobrina, ve temprano y procúrame, para que te evalúen”, me repitió antes de abordar su vehículo. No dormí esa noche. A las 7 de la mañana del día siguiente, estaba yo tomando un “concho” (carro público) para ir a la avenida Independencia, por el Centro de los Héroes, misma zona a la que inexplicablemente seguimos identificando como “la Feria”.

 

A los 16 años no es mucho el conocimiento que se tiene sobre protocolo y menos sobre vestuario para entrevista de trabajo. La recién graduada de secretaria auxiliar, sólo era una estudiante del liceo Juan Pablo Duarte, cuyo ropero no pasaba de jean, tenis,  uniformes escolares y unos zapatos de gamuza, que usaba todos los días, excepto cuando me tocaba deportes.

 

Mi hermana, modelo de la prestigiosa academia Hilda Kelly, vivía en Venezuela y se encargaba de enviarme y traerme cuánta ropa, accesorios y fragancias estuvieran de moda, aunque yo no le daba gran uso. Mi espectro social era sumamente reducido.

 

Sin orientación de nadie y con la ilusión de impresionar, tomé la ropa que suponía más impactante: un conjunto de falda y blusa, a medio hombro, unas zapatillas de tiros, con tacones, que yo no sabía usar y una cartera de brillo que, sumado a un maquillaje que yo misma me embadurné y un perfume explosivo, me convertía en toda una celebridad, desde mi entonces infantil juicio.

 

Daba pasos inseguros, zancadas de canguro y todos me miraban. Yo seguía, en zigzag, sin perturbarme con las escrutadoras miradas. Total, no sabía de qué se trataba.

 

Años después, pude entenderlo todo: Nunca más volví a ver a mi tío en casa. Fue para él un duro golpe. A su lugar de trabajo llegaba en la mañana de un lunes, una niña de 16 años que recorrió la zona llamada también “la bolita del mundo”, con un vestuario estrafalario para oficina o empresa, los ojos rojos y desorbitados por la ansiedad y el insomnio que, inconscientemente, se disponía a arruinar su reputación: “Buenos días. Busco a fulano de tal… ¡Tan!”.

 

Me faltó asesoría, orientación y conocimiento, pero haberme iniciado temprano en el mundo laboral, como archivista, me reconforta. Estimulo la vinculación de los jóvenes con la formación y la práctica y asumo, como si fuera mío, el lema del Instituto Nacional de Formación Técnico Profesional (INFOTEP): “Capacitar es progresar”. 

 

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