Por Claudio A. Caamaño Vélez
Mi padre, además de mi padre fue mi mejor amigo, mi líder, mi guía. La
persona que más admiraba en todo el mundo. Mi consejero, mi apoyo, mi
confidente. Me queda la satisfacción de que muchas veces le dije lo que él era
para mí, y lo mucho que lo quería.
Como hijo, me duele haber perdido a mi padre, pero como dominicano me
siento aún más triste al despedir a un ser humano que amó tanto a su país, que
hasta sus últimos suspiros no dejó de luchar por una mejor realidad para los
que habitamos esta República Dominicana.
Se ejercitaba todos los días, se alimentaba de manera saludable, se
esforzaba por mantenerse física y mentalmente sano, con el propósito de estar
en condiciones de poder seguir sirviendo a su Patria. En nuestras conversaciones
siempre estaba presente nuestro país.
Al ver a mi padre dentro del ataúd con su uniforme y sus insignias (las mismas
que usó en la Revolución de 1965), y sentir sus manos, aún suaves pero frías,
una mezcla de satisfacción e indignación me recorría el alma. Satisfacción por
saber que mi padre murió manteniendo inquebrantables sus principios, que luchó
sin descanso, que nada de qué arrepentir se dejó detrás. Indignación por la
forma absurda e innecesaria en que murió, que nunca debió ocurrir de haber recibido
las atenciones médicas oportunas y de calidad que él y cualquier otra persona
merecía.
Mi padre, su presencia física, se va, pero nos deja un bello ejemplo, uno
de los más bellos ejemplos de entrega y amor por su pueblo. Puso su vida en
riesgo tantas veces, y tantas veces más la hubiese puesto. Nunca pasó factura,
ni mucho menos tomó vacaciones en la ardua tarea de construir un mejor país.
Vivió su vida de manera humilde, nunca se sintió más importante que nadie,
ni menos que nadie. Nos dio cátedra de igualdad con su ejemplo. Miraba a la
gente de frente y a los ojos. Siempre con una sonrisa, siempre, sin importar el
momento ni las circunstancias.
La mayoría de las personas le conocieron por ser un hombre valiente y
decidido. Un soldado de la Patria, un comandante revolucionario, un
guerrillero. Pero talvez muchos no conocían esa faceta más íntima de ser humano
cariñoso. El ser más cariñoso que he conocido en toda mi vida. Hablábamos al
menos tres veces al día, y cada vez nos despedíamos con un beso y un te quiero.
Jamás me negó su apoyo, siempre podía confiar en él.
Mi padre se sentía muy orgulloso del pueblo dominicano, que ningún era
demasiado. Nunca se sintió arrepentido de haberle dedicado sus energías, de
haber perdido a sus compañeros de lucha, de haber sacrificado tiempo con su familia
para ofrecerle una mejor realidad a nuestro pueblo. Si una sola cosa mi padre
pudo irse lamentando fue no haber podido dar más de él para este país. Y esto último,
no fue por su culpa.
Gracias por las sobradas muestras de cariño y solidaridad. Han demostrado que
este pueblo sí tiene memoria, que sí valora a los que luchan por él.
La muerte de mi padre renueva mi compromiso con este país. La mejor forma
de honrar su memoria es continuar su ejemplo, no de forma teórica o poética,
no; su ejemplo de vida, su ejemplo de obra, su ejemplo de acción.
Un fuerte abrazo.
C.CNOTA: Mi padre era quien corregía siempre todos mis escritos antes de
publicarlos. Este es el primero que no pasa por su revisión y aprobación.
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