Por Miguel Ángel
Cid Cid
Montecristi,
1982. El hombre sacó su arma y, decidido, marchó en dirección a Juan Bosch. La
seguridad notó de inmediato el inminente peligro. El líder político saludaba la
multitud, desde el techo de un vehículo, ajeno a la amenaza. Todavía los rayos
del sol de la tarde castigaban al gentío. César Latorre, jefe de seguridad, se
le atravesó en el camino al hombre en procura de repeler el ataque. Pero el
hombre continúo impertérrito su embestida. Todavía el ex presidente Bosch no
notaba el peligro. Ni sospechaba lo que estaba a punto de ocurrir. El hombre apuntó
con su revólver a la cabeza del líder. César, apuntándolo con su arma, y batallando
por controlar sus nervios, le gritó con insistencia que retrocediera. El hombre
no atinaba razón alguna. Entonces César apretó el gatillo y le reventó el pecho
de un disparo.
Una acción de
esta naturaleza puede ocurrir hasta en las mejores familias. Pero la dirigencia
del partido se encontró con un problema. César Latorre era un hombre valioso,
una figura histórica de la revolución del 65 y, al mismo tiempo, hombre de
extrema confianza del presidente del partido y candidato a la Presidencia de la
República. En el contexto, un hombre imprescindible.
El hecho,
consecuentemente, ameritaba una decisión política. Por primera vez corría la sangre
en una actividad del partido.
Se debía
entregar al matador a la justicia. Había que buscar un culpable.
Atendiendo a esa
necesidad, el líder pronto convocó el Comité Político de su organización.
“Hay que buscar una salida a la
situación. La decisión debe ser satisfactoria para la justicia dominicana. Y al
mismo tiempo, tiene que consolidar en el
electorado la idea de que este es un partido organizado y responsable. Lo que
hagamos, debe incidir en los resultados electorales y profundizar la confianza
de la gente en nosotros”, acotó el maestro de la política en la apertura de dicha
reunión.
El PLD entonces
distinguía como un partido disciplinado. Actuaba ajustado a métodos de trabajo
que funcionaban como mecanismos de relojería. El estándar ético, en el
ejercicio político, era alto y sólido. Esa idea primaba, dominando el
imaginario del electorado dominicano.
La motivación
breve y concisa del líder opositor, sacó a flote, como por acto de magia, el
nombre de José Antonio Martí. Su perfil, su rol en la caravana, y su presencia en
el dramático incidente. Ahí estaba lo que se buscaba. Un perfecto culpable.
José Antonio, en
aquel tiempo, era un compañero del partido del interior del país. Sin demasiada
relevancia partidaria acumulada, pero tenía la condición de ser amigo
entrañable de Norge Botello Fernández, miembro del Comité Político. Él era un
simple y rudo productor agrícola. De temperamento fuerte y de acciones
repentinas e impredecibles. No tenía control de sus emociones y era célebre por
su carácter a ratos violento. En la caravana de Montecristi pertenecía al
cuerpo del orden del partido.
La tarea se
encomendó, por razones lógicas, al Comandante de la Revolución, Norge Botello. De
modo que Botello, por encargo de su organismo, llamo a José para comunicarle la
decisión. El Comité Político decidió que usted, compañero José, debe declararse
culpable de la muerte del sujeto que intentó disparar al compañero Bosch.
José asumió con
disciplina partidaria la encomienda. Y hasta sintió orgullo por ser tomado en
cuenta por el líder del partido y por su entrañable amigo.
Se sacrificó dos
duros años en prisión. Al salir de la cárcel se convirtió en un protegido del
presidente de su partido. Su leyenda brava se difundió como pólvora: “ese fue
el que mató al enemigo del líder en Montecristi”, decía la militancia, en voz
baja, al verlo entrar a las reuniones.
El culpable henchía el pecho de satisfacción, cuando notaba que sus
compañeros apreciaban su heroísmo.
Nota: algunos
nombres de esta historia real fueron cambiados.
Miguel Ángel Cid
Twitter:
@miguelcid1
25noviembre 2015
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