Por Nélsido Herasme
El pasado 23 de mayo, Su Santidad el Papa
Francisco, elevó a la categoría de beato a Monseñor Oscar Arnulfo Romero y
Galdámez, obispo salvadoreño, quien en 1980, hace 35, años fue asesinado por un
escuadrón de muerte mientras celebraba una misa en el hospital de cancerosos de
la Divina Providencia, del país centroamericano.
A Romero hay que recordarlo como un cura que
supo, desde el púlpito y en su condición de hombre de Dios, identificarse y
hacer voto de obediencia y castidad por el pueblo salvadoreño.
El obispo brasileño, Pedro Casaldáliga,
refiriéndose a la postura de Romero, dijo que nadie hará callar su última
homilía.
Romero asumió al prójimo como su verdadero
hermano, llegando a decir que “los pobres me enseñaron a leer el evangelio”,
aunque a la postre tuvo que pagar por ello.
Los asesinos de Romero respondían al interés
del Partido Alianza Republicana Nacionalista (Arena) y a las 18 familias que
controlaban los medios de producción de El Salvador y que diariamente eran
denunciados por el prelado en cada homilía y encuentros con sectores
poblacionales.
Romero vivió el hambre, la miseria y sobre
todo, los asesinatos y abusos que se cometían en contra de la población
campesina, monjas, sacerdotes, dirigentes religiosos y populares.
En múltiples ocasiones tuvo personalmente que
participar en funerales de religiosos, a quienes los escuadrones de la muerte
masacraban en plena labor pastoral, siendo la más dolorosa para el obispo de
San Salvador la muerte del sacerdote Rutilio Grande, en 1977, quien
particularmente lo asistía en cada una de las misas.
Previo a su muerte, el obispo recibió
atentados, amenazas de muerte e insultos, a lo que respondía: “A mí me podrán
matar, pero la voz de la justicia nadie la podrá callar”.
La firme postura y el compromiso de Romero lo
llevaron a denunciar día y noche los desmanes del gobierno de Alfredo Cristiani
y del Grupo Arena.
Romero cayó combatiendo con la única arma que
tenía: la verdad. Un obispo real, de carne y hueso, que supo anunciar el Reino
de Dios y su Justicia y denunciar a todo al que se oponía.
Por su discurso apegado al pueblo fue inmolado.
En momentos en que las huestes asesinas ametrallaban a su pueblo,
encontraron la voz de su pastor: “En nombre de Dios, pues y en nombre
de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más
tumultuoso, les suplico, les ruego, les ordeno, cese la represión”.
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