Por Miguel Ángel Cid Cid
La década de los ochenta no fue solo la época dorada del merengue,
sino también de Puerto Plata. Conocida con orgullo como “La novia del
Atlántico” y promovida como puntode turismo de sol, agua y arena a los obreros
alemanes, canadienses e ingleses, a quienes los puertoplateños denominaban
“americanos”, en clara alusión a los habitantes de Estados Unidos de
Norteamérica, hoy luce olvidada por autoridades turísticas y municipales.Parece
que elOcéano Atlántico lehadado la espalda, la ha despechado. Y la ha dejado
dando vueltas como la loca del muelle de San Blas.
Tras años de construcción de hoteles de tres estrellas, a fin de
evitar “grandes gastos”, produjo una mágica percepción de bonanza sin fin en
los ciudadanos norteños. Pero éstos, obnubilados por esa población flotante de
tantos “gringos”, fallaron en ver que la realidad le pasó de frente, le sacó la
lengua y siguió de largo. No sin antes convertir la ciudad y sus alrededores en
unasuerte de refugio de operadores de carteles del narco, escondite de
delincuentes internacionales y traficantes de armas.
En general, el ensimismamiento de esta bella ciudad se inicia en el
segundo mandato del presidente Joaquín Balaguer.Entonces Puerto Plata era—
vista retrospectivamente-- una aldea. Balaguer levantó el mirador conocido como
El Malecón, restauró la Fortaleza San Felipe y la transformó en centro de
espectáculos de entretenimiento y culturales.Instaló un Cristo inmenso en la
cima del picoIsabel de Torres, una reminiscencia del de Rio de Janeiro, Brasil,
e incluso leconsagróun teleférico para facilitar el ir y venir, para aprovechar
la belleza del paisaje de una montaña con el océano a sus pies.
Sexo barato, piel bronceada, tetas al aire, parecían invisibles ante
los ojos de una población religiosa, eminentemente católica. Y el proceso
transcultural fue tan agudo que hasta las pulperías asumieron nombres en inglés
y, de paso, subieron los precios de las mercancías. Las bellas adolescentes se
prestaban alegres a despachar a los “gringos” que venían al negocio. El deseo
de conquista y coqueteo inundaba el aire. Los clientes locales resultaban
odiosos; los percibían toscos, brutoscomo burros.¡La perversiónse adueñó del
ego colectivo!
Nuevos polos turísticos, otro nivel de vida.
Pero el embeleso de Puerto Plata duró hasta el “descubrimiento” del Este
del país. Sus llanuras inmensas, una arena blanca, que potencia la luminosidad
del sol y, por ende, mejora el bronceado, fue el motivo que canalizó las
inversiones para establecer un nuevo polo turístico. Y “abracadabra, pata de cabra” ¡BOOM! Se levanta
la infraestructura hotelera, con arquitectura más moderna, principalmente de
corte minimalista. Se seleccionó un personal mejor capacitado y, en poco
tiempo, esas acciones atrajeron una nueva casta de turistas, con mayor poder
adquisitivo y, por tanto, mayorcapacidad de consumo.
Lo mejorcito del turismo puertoplateño, sus mejores profesionales de
hostelería, se mudó al Este. Y así fue el surgimiento, augey caída del imperio
Atlántico.
Moraleja: el tanto mirar hacia arriba, azorados por la conjunción de
los carros delteleférico con las nieblas, los marió, dejándolos dormidos
profundamente. Y cuando vinieron a despertar sorprendidos por las luces del
siglo XXI, ya todo estaba consumado. De modo que el abandono y la ruina de
hoteles “inigualables” los obliga a humanizar los precios ytraducir al
castellano los nombres de los comercios, a finde recuperar los clientes
tradicionales. Parafraseando al cantor catalán, “Se acabó, el sol nos dice que
llego el final”.Solo que, en vez de bajar “la cuesta”, los puertoplateños salen
de las playas perplejos “con su resaca a cuesta”.
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