Por Carlos Gómez
Hoy, el mundo cristiano y aún más allá de
sus fronteras llora la partida de su líder espiritual, el papa Francisco, el
primer pontífice latinoamericano, quien no solo renovó la Iglesia con su humildad
radical, sino que ensanchó las fronteras del cristianismo, haciendo llegar el
mensaje evangelizador a todos los confines del mundo. Su fallecimiento nos deja
un vacío, pero también un camino iluminado por la misericordia, la inclusión y
la audacia de creer en un Dios cercano.
Como senador y cristiano, tuve el
privilegio de encontrarme con él durante una visita al Vaticano. Recuerdo
vívidamente su sonrisa cálida, su mirada serena y la sencillez con la que,
entre risas, accedió a tomar una selfi que hoy atesoro, todavía tengo la
sensación de su rostro de hombre santo. Esa imagen, que hice pública en redes
sociales, simboliza su esencia, un líder que derribó muros de protocolo para
mostrarse accesible, un pastor que prefería el diálogo a los discursos.
“Ustedes son mis amigos”, nos dijo, y en ese momento entendí por qué millones
lo sentían cercano.
Francisco no fue un pontífice
convencional. Desde su elección en 2013, sorprendió al rechazar los lujos del
Vaticano, optando por residir en la Casa Santa Marta en lugar del palacio
apostólico. Vistió zapatos sencillos, llevó un crucifijo de hierro y convirtió
la humildad en un acto político y espiritual. Su frase “¡Cómo desearía una
Iglesia pobre y para los pobres!”, definió su pontificado de un papa distinto,
poseedor del nuevo mensaje, revolucionario, que priorizaba la justicia social,
la inclusión y la preservación del medioambiente.
Pero su revolución no fue solo simbólica.
En Semana Santa, mientras líderes mundiales se encerraban en burbujas de poder,
él lavaba los pies a refugiados, presos y mujeres musulmanas, recordando que el
servicio es la mayor jerarquía. En su última misa, celebrada días antes de su
partida, sus palabras serán recordadas como testamento: “No teman abrir las
puertas a Cristo, pero, sobre todo, no teman abrir las puertas a los que él
ama: los olvidados”. Mientras sus días estaban próximos a la muerte.
Francisco entendió que el Evangelio
necesitaba navegar en las aguas digitales, entonces, soltó las amarras de la
barca católica y empezó a hacer nuevos discípulos. Fue el primer papa en
tuitear, en publicar en Instagram bajo el usuario @franciscus, y en utilizar
inteligencia artificial para traducir sus mensajes a lenguas indígenas. En
plena pandemia, sus audiencias virtuales reunieron a millones, demostrando que
la fe no conoce barreras tecnológicas. “La red puede ser un lugar de encuentro,
no de odio”, insistió, convirtiendo hashtags #RezemosJuntos en herramientas de
comunión global.
Mientras el mundo llora, las redes se
inundan de fotos de sus abrazos a niños, sus visitas a favelas y sus gestos de
reconciliación. Latinoamérica, su tierra, lo reclama como propio: el hijo de
emigrantes italianos nacido en Buenos Aires que llevó el acento del Sur al
corazón de la Cristiandad. Adiós, su santidad entre lágrimas y esperanza,
el mundo te despide.
Hoy, mientras los cielos lo reciben —como
escribió el poeta—, “el último invitado de Cristo a su reino”, su legado
perdura. Nos deja una Iglesia más audaz, más tierna, que camina entre drones y
algoritmos en busca de las ovejas a salvar en todo el universo.
Descansa en paz, Santo Padre.
El autor es Senador de la República
por la Provincia Espaillat.
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