Por Miguel Ángel Cid Cid
De niño siempre supe de qué se habla cuando se
hablaba de una lavadora. Las explicaciones de los profesores en las escuelas
fijaban ese conocimiento cotidiano. Pero si hoy se habla de lavadoras suele
pedirse una aclaración: ¿a qué tipo de lavadora te refieres?
Y la pregunta no está de más. Porque hoy día hay
lavadoras de todo tipo: de platos, de autos, de ropa, de oro…
No preciso cual oficio es más antiguo, si lavar ropa
o lavar oro. Hubo un tiempo en que familias enteras vivían del lavado de oro.
Era un oficio rentable. Incluso se expandió el uso de frases comparativas
referidas al oficio. Por ejemplo, si alguien consigue un trabajo bien
remunerado, se dice que ese alguien está lavando oro.
Con todo, ahora es imposible vivir de lavar oro.
Pero siempre aparece quien tiene su batea guardada, por si acaso.
Recuerdo el caso del tío del cantante Eddy Herrera.
El hombre se dedicó durante años a rastrear oro en las cabeceras de los ríos
del Cibao. Sus hijos lo acompañaban casi siempre en la difícil y esperanzadora
tarea de lavar oro. Herrera se hizo de todas las herramientas necesarias para
ello. Dígase batea, pala de corte desarmable, máquina detectora de oro, casa de
campaña y sombrero de alas anchas. Herrera vive en Estados Unidos, pero supongo
que la batea está guardada.
Lavar oro consiste en extraer oro del caudal de un
río. Para ello se utiliza una batea que se llena de la arena del fondo del río.
La batea se remueve a nivel de la corriente en forma circular, dejando que
entre un poco de agua. Con ese movimiento rítmico sale la grava y la arena
fina, porque es más pesada, se queda. Ahí también quedan las pepitas de oro. Si
la suerte sonríe.
Lavar ropas, en cambio, era oficio exclusivo de
mujeres muy pobres. En contraste el lavado de oro, por lo general, era asunto
de hombres. Pero hay otro género de lavado en estos tiempos: el de activos.
El lavado de activos es más democrático y se realiza
con equidad de género. No importa quién lave si un hombre o una mujer. Lo que
atañe es que el dinero quede limpio, limpiecito.
Algunos Dominican York comenzaron a aprender a lavar
chin a chin. Por temor al fisco estadounidense, decidieron enviar los dólares
ganados por la izquierda a la mujer o a un familiar cercano para que se los
guarden. Esa suerte de operación hormiga, a veces no terminaba bien. Porque el
eventual testaferro/a se lo consumían de acuerdo le iban llegando.
El riesgo de perderlo todo no impidió que el oficio
creciera como verdolaga. Pues los lavadores aprendieron la lección. Ahora ellos
instalan sus propios negocios y viven en el aire: van y vienen con frecuencia
montados en avión para echarle un ojo a su lavadora.
Sin importar lo pequeño que sea un pueblo, ya no es
sorpresa encontrar un complejo de cabañas o moteles de lujo. El mismo dueño de
las cabañas instala un Car Wash, una discoteca, un dealer, una financiera y un
salón de belleza, casi siempre operado por la esposa. También se busca un socio
para abrir un bar-restaurante y comienzan a costear fiestas con músicos populares.
En los pueblos comentan por lo bajo que el dinero
invertido es sospechoso. En las ciudades más grandes, de crecimiento
poblacional acelerado, el negocio inmobiliario es de alta rentabilidad. La
construcción de apartamentos, viviendas de lujos y torres residenciales que
rascan el cielo hacen creer que estamos en el Nueva York Chiquito. Estas
inversiones descomunales abren las puertas de los partidos políticos y la
posterior compra legal de candidaturas al Congreso.
Soy testigo de que Don Luis, mi padre, era un hombre
que escuchaba las radio noticias con mucha atención. Cuando la prensa nacional
rompía con un caso de lavado de activos, solía exclamar: Carajo, ¿y dónde
venden esas lavadoras? Quiero la mía.
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