Por Miguel Ángel Cid Cid
En mi casa los crotos son abundantes y tienen una
paleta de color muy variada. Sus hojas anchas y alargadas pose en el amarillo,
el rojo, el cobre, el verde, el rosa, el marfil, el naranja y el marrón. Están
en todo alrededor. En el frente los coralillos añaden, con sus flores rojas y
amarillas, júbilo. Allí no faltan las flores de pascua. Las flores de este
arbusto son pequeñitas y sus hojas mutan de verde a rojo intenso cuando se
acerca la navidad. Pasan meses sin volver al verde.
Los jardines residenciales suelen, por lo regular,
contentarse con rosales y claveles. Muy pocas personas siembran naranjas dulces
o agrias en el edén de la casa. Es poco común encontrar una mata de rulos, como
planta ornamental, en el frente de una vivienda. Pero unos guineos madurando,
tirando sedientos a lo amarillo, rompen los ojos a cualquier transeúnte.
Hace más de un año, que es lo mismo decir antes de
la pandemia, las visitas de amigos sucedían con frecuencia. Siempre se repetía,
cual ritual, las mismas expresiones de asombro ante la belleza de las flores
cultivadas en la casa.
Pues es rica la variedad de plantas ornamentales,
donde las tonalidades del verde parecen no agotarse. Ahí está la mata del
dinero, para la buena suerte. Allí áloe vera, mejor conocida como sábila. Ésta
juega un doble papel: el primero sirve como elemento decorativo; el segundo,
medicinal.
Nosotros recibimos ahora pocas visitas a causa de la
Covid. Pero cuando se dan, los amigos quedan sorprendidos con los árboles
frutales que producen frutos casi al unísono.
En la esquina frontal derecha de la casa está el
guanábano; en la otra, el guayabo. La mata de guayaba es la misma que golpea el
zinc cuando fuerte el viento sopla. En tiempos de tormenta suenan como pedradas.
La admiración continúa con otras plantas.
Franqueando el frente y bordeando la casa están las naranjas agrias. Cuelgan
por racimos de unas matas que paren más frutos que hojas. Nueve metros separan
los cocos de las guayabas. Los aguacates son vecinos de los cocos y los mangos
están en el lindero izquierdo del solar. Una palma real se pavonea al ladito de
una mata de castaños.
Cubierta por las copas verdes de la población
vegetal descrita, se hace visible, a fuerza de botones jugosos, una matita de
limón. Sus frutos son pequeños, pero llenos a reventar de jugo. Cuando los
cosecho y los cortos debo cerrar los ojos, porque el ácido chisporrea a
borbotones. Me vuelve la boca agua.
Y es que aquí, en el patio de mi casa, sita en Don
Pedro, próximo a Tamboril, los árboles frutales paren sin compasión.
Allí las aves se posan gozosas en las ramas. Se
pasan el día picando los frutos y saltando de un árbol a otro. Aunque los
pájaros carpinteros se quedan en la palmera, martillando. Los ruiseñores cantan
sin cesar. Las pinchitas, tórtolas, palomas y pájaros bobos se dan cita en este
patio silvestre.
El zumbador vuela de flor en flor, tomando el polen
sin posar sus alas en ninguna parte. El zumbador es la avecilla que, por veloz,
no escucha la tambora.
Nosotros estamos siempre atentos a ver si el
zumbador se posa en alguna rama. Sobre todo, porque Mariola, mi madre, solía
decir que, si el pica flor deja de batir sus alas, tiembla la tierra.
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