Por Faustino Collado
Si se cuentan los muertos-
asesinados desde Constanza, Maimón y Esterohondo (1959), Guerra de Abril y los
12 años represivos de Balaguer, se verá que son menos que los ocurridos en la
supuesta democracia a manos de militares, policías, paramilitares y oficiales
públicos en general.
Cada gobierno desde 1966 a la fecha,
amontona cadáveres que le deben ser cargados por la historia, aunque el oído ya
no escuche sus nombres. Todo esto sin contar los muertos de la delincuencia
común, los muertos de la negligencia médica y las enfermedades infectocontagiosas,
los muertos de la desigualdad capitalista y de la incultura.
Pero ha ocurrido en estos días un
muerto inesperado. No ha sido por un disparo furtivo ni asesino. No ha
intervenido un policía ni un sicario, que a veces es difícil establecer la
diferencia, pero en el fondo es un muerto del Estado, un muerto de este
gobierno, el cual le persigue y se le aferra, le hace musarañas mientras el
gobierno le huye.
Un muerto pequeño, de provincia,
lleno de vida, que no pudo llevar la doble vida o varias como los gatos, de
esta sociedad farsa, y así transformarse en un fantasma.
Un muerto que pesa tanto porque
representa a tantos otros muertos que decidieron suicidarse quedando vivos,
pero en el ostracismo de lo público; que decidieron no cobrarle a la OISOE ni a
Obras Públicas ni a Agricultura ni a Hacienda; que hipotecaron sus casas y se
la dejaron quitar, que decidieron no luchar, suicidándose, que ahora surge como
un símbolo de la lucha anti corrupción, como cuando un budista se prende fuego
en el oriente en contra de la violencia.
Que difícil será desprenderse de
este muerto, al que tanto hemos inducido a inmolarse por habernos cruzado de
brazos.
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