Por José Miguel Medina
Tejeda
Una discriminación
totalizante, que resume muchas
otras (raza, procedencia, familia, apariencia física, idioma, nivel
académico) pero que tiene un factor dominante, una referencia decisiva, la
riqueza.
Antes, las clases sociales
se diferenciaban por el abolengo.
Algunas familias recibían dignidades del
Rey o del Papa. Sus hijos
y nietos las heredaban y garantizaban
su aristocracia por el apellido paterno.
Los nobles, que presumían de sangre azul, embellecían los
castillos con sus escudos de armas (aunque eran los plebeyos de sangre roja
quienes morían en las guerras).
Cuando el régimen feudal cedió el paso a la burguesía, el único
título nobiliario que contaba y brillaba era el oro. Poderoso caballero fue y
sigue siendo Don Dinero.
Ricos y pobres. Explotadoras y explotadas. Carlos
Marx no se equivocaba al señalar esta
contradicción como la
principal, la que envenena las
relaciones sociales, la que
frena la construcción de
los valores ciudadanos —es
decir, revolucionarios— de libertad, igualdad y fraternidad.
Tanto tienes, tanto vales. En la
sociedad de la apariencia, no vales por lo que eres,
por lo que has estudiado, por tu buen carácter, por tu competencia, por tus
ideales. Vales por tu billetera. Vales por lo que gastas y, sobre todo, por
cuánto se enteran los demás de lo que gastas.
Tengo un amigo que colecciona piedras.
En la sala de su casa tiene tres ubicadas en un sitio de
honor.
Una gris es de Potosí, de los socavones donde
murieron ocho millones de indios para colmar la avaricia de los conquistadores.
Otra negra es de las
orillas de Goré, la isla
maldita desde donde se
exportaron veinte millones de africanos y africanas, vendidos
como mercancía, para alimentar el negocio más rentable y repugnante
de la historia europea.
La tercera es rojiza. Es un fragmento
de ladrillo del paredón de
Auschwitz, uno de los
campos de exterminio nazi donde fueron sacrificados
doce millones de seres humanos —judíos y gitanos, homosexuales y comunistas,
discapacitados, enfermos mentales, prostitutas,
sacerdotes y testigos de
Jehová— en una de las
páginas más bochornosas de la discriminación humana.
— ¿Y cuánto te costaron? —preguntó un vecino curioso y vanidoso.
—Nada. -Las tomé yo con mi mano.
—Ah... —la cara del
otro no ocultaba el
desencanto—.
¿Y sólo traes piedras de esos países?
-Me han dicho que venden unas alfombras...
El vecino insistió con las alfombras y
mi amigo cambió de conversación. Como decía Antonio Machado,
cualquier necio confunde valor y precio.
Con todo esto dejo una pregunta al público.
¿Qué podemos hacer para
cuestionar la tiranía del dinero y de la clase social?
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Esperamos que su comentario contribuya al desarrollo de los gobiernos locales .