Por
JUAN T H
(A
Mónica y José Antonio, por ser nido y esperanza
en vez de odio y rencor)
La sangre
llenaba toda la habitación. La muerte parecía inminente. Nada que hacer por la vida de aquellos desdichados
seres humanos que habían llegado llenos de fe en el porvenir hacía apenas unas
horas.
Se podía caminar
sobre la sangre que llenaba todo el espacio, corriendo veloz como un río que se
lleva la vida sin añoranza. Ella, que parecía una reina cuando llegó, se fue en
sangre sin saberlo. Perdió tanta sangre que fue declarada clínicamente muerta;
él, estaba casi muerto. Sin embargo, luchaba por salir, por respirar, por ver
la luz. Solo un milagro lo salvaría.
Solo un milagro lo salvó, pero dejando un dolor con sabor a muerte.
En la habitación
había angustia, desesperación, desesperanza. Nadie entraba, nadie salía. Era
una guerra a muerte por la vida, con el tiempo en contra.
Nadie había
visto tanta sangre en un cuarto tan pequeño. Dolor y horror se respiraba en la
atmosfera.
Pocos sabían lo
que pasaba fuera de aquella habitación. Todos ignoraban que ella había muerto y que él se moría
también sin haber nacido.
Nadie sufría la
tragedia fuera de esas cuatro paredes blancas manchadas de sangre. La familia
esperaba tranquila en los pasillos. No había porque preocuparse. Era cuestión
de tiempo para ver la luz y la sonrisa. Como la última vez cuando nació la
ilusión.
Una enfermera
sale corriendo sin decir palabras. Se le nota perturbada.
-¿Qué pasa?- se
preguntaban todos mientras se miraban. La enfermera regresa con más prisa.
-¿Enfermera,
que pasa? ¿Qué ocurre? No dice nada… Abre la puerta y entra. La escena se
repite llenándolo todo de angustia.
Minutos después
sale un señor con la bata blanca totalmente manchada de sangre.
Un grito, como
un trueno, lo llenótodo de silencio.
Otra enfermera
sale de la habitación con los ojos llenos de lágrimas. No dice nada. Está muda.
No necesita hablar. Su rostro lo dice todo.
La familia entra en pánico. De pronto todos se ven asustados. Algunos
lloran. Se llevan las manos a las cabezas.
-Oh Dios, ¿qué
ha pasado?- se preguntó una madre mientras se llevaba las manos a la boca.
-No puede ser,
no puede ser, no puede ser- dice una y otra vez el marido. ¿Qué ha pasado, qué
ha pasado? Se pregunta una y otra vez. Nadie le da respuesta. Nadie la tiene. Cada minuto es un
siglo de oscuridad y miedo. Cada segundo una puñalada en mitad del corazón que
se rompe en mil pedazos.
Finalmente sale
el médico a cargo. Todos, destrozados, corren a su encuentro preguntando por la
madre y el bebé. Compungido, se quita el gorro y la mascarilla. Los mira a
todos. No sabe cómo decirlo. No tiene las palabras. Esas palabras nunca están a
mano en esos casos.
-Lo siento-
dijo. Y otro grito, de espanto llenó de dolor el espacio.
-A ella la
perdimos por un par de minutos, pero pudimos rescatarla. Está vida. Se la
arrancamos a la muerte de las manos. Hay que esperar para ver como seguirá su estado…
. ¿Y el niño?-
Fue interrumpido por un hombre destrozado.
-El niño sufrió.
Mucho tiempo sin oxígeno. Habrá que esperar la magnitud del deño cerebral.
Habrá que esperar…
Todos se miraron
desconcertados con las lágrimas rodando igual que la sangre que aun formaba un
charco en la sala de cirugía.
De aquella
tragedia, que marcó para siempre aquella familia, nació “un nido para ángeles,
donde el amor y la vida florecen cada mañana en la mirada perdida de Sebastián.
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